"Me estás odiando, verdad?", dijo Dorian Gray alzando la cabeza que tenía enterrada entre mi sexo. Y sí, tenía la boca embarrada de razón. Lo odié. Lo odié porque esa noche llevó el sexo a un nivel insuperable. Esa noche conocí lo que era el sexo de verdad.
Estaba tan excitada que no podía dejar de moverme, de sonreír, de gemir. Y Dorian solo se quedaba viéndome, con su cara de niño de 16 años, provocándome, contemplando a la mujer que había despertado como si fuera un obra de arte. Todo fue sangre, sudor y placer. Una noche perfecta con los ingredientes ideales y en la cantidad exacta.
Todo está en la mente, en pensar en lo que te excita, en dejarte llevar, en perder la pena, leer su mirada, oír su respiración, relajar los músculos, en que se sienta rico aunque duela, en pensar que va a caber aunque no quepa, en volverse puerco y que te guste, en no decir una palabra y aun así entenderlo todo, en que no tengas que decir que algo te gusta porque es obvio, se te nota. Es sentirse libre y amarrado a la vez, sentir que vuelas y que te estrellan contra la tierra una vez y otra, y otra, y otra y... Qué rico.
"¿Quieres seguir?" me preguntó, como si no hubiera leído en mi cuerpo que a pesar de todo lo que doliera y cansara, yo quería más. Sin embargo, solo pude decirle "no sé", y es que yo que iba a saber si había perdido hasta el criterio en esos 15 minutos. Violé todas mis reglas, rompí todos mis principios, y salí ilesa.
¿Qué más puede venir después de esto? Una acción sincronizada, física, mental, perfecta. Una sustancia que nos elevó, la música de mi lugar feliz, una comida improvisada y deliciosa, cerrando con broche de oro con su partida. No más innecesario tiempo juntos ni más conversaciones incómodas. Cumplió su tarea a cabalidad y salió por la puerta llevándose el secreto de la eterna juventud y del mejor polvo de mi vida.
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