Lo más sublime de aquella vez fue llegar a su casa y no encontrarlo ahí. Encontrar la cama sin arreglar, las sábanas aun calientes, la almohada marcada, cerrar los ojos y olerlo a él, todo él.
Hacer cosas para complacerlo, aunque a mí me den igual, sólo para verlo disfrutar a costa mía, ser el motivo de cada sonrisa y así ser feliz yo también.
Planear un futuro juntos sin siquiera haber comenzado un presente, creer en la eternidad de un querer que apenas alza vuelo.
Encontrarle poco a poco los defectos que siempre se me han escondido, oírlo comprometiéndose a cambiar y verlo haciéndolo.
Esperar días eternos en una cama, como saltando acostada de tanta emoción y ansiedad, con la maleta precipitadamente preparada, con sus regalos envueltos, con las esperanzas de algo mejor a flor de piel, con el deseo absurdo de escapar, con la promesa de "ser felices" presente en cada pensamiento, con la nostalgia del cambio y con el miedo del mismo.
La misma soledad que hoy tengo aquí sé que la voy a sentir allá, pero mas cruda. No van a estar esos sujetos borrosos que aparecían de tanto en tanto en escena para ayudarme a descargar, no van a estar.
Pero va a estar él, quién sabe por cuanto tiempo y voy a estar yo, amándolo pero queriéndole deber lo menos posible, y ¿Para qué? Si ya le debo el rescate de una vida de mierda, la esperanza en el amor y meses de felicidad.
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