El ser caicediano


Aprovechando los 40 años de publicación de ¡Qué viva la música! y, así mismo, los 40 del suicidio de Andrés Caicedo, quisiera pensar en la socialmente alabada visión romántica del artista atormentado que sin su tormento no puede hacer arte.

Es bonito para quien lo ve enmarcado, es bonito ver el arte como válvula de escape, es liberador, incluso, cuando se es artista. Pero también es un peso difícil de cargar. Yo defiendo esta visión romántica, y creo que sin tal tormento, sería muy difícil tener tantas piezas literarias, cinematográficas y visuales tan inspiradoras. Sin embargo, también defiendo la importancia de reconocer que el tormento no es un demonio intocable sino una una enfermedad tratable. La salud mental es un precio muy alto que no se debería pagar por creer que favorece la creatividad y mucho menos esta debe ser una excusa para no buscar ayuda. 

Es entendible que, por ejemplo, en el caso de Andrés, los tratamientos usados en el siglo pasado para la depresión aún les quedaba mucho camino por recorrer. Los procedimientos psiquiátricos suelen ser un punto sensible teniendo en cuenta los efectos secundarios de los medicamentos, la posible adicción que suelen causar y el acceso a ellos en los países subdesarrollados. Como padecedora de una enfermedad mental, puedo decir que cualquier intento por salir del hoyo vale la pena cuando has visto tanta oscuridad. 

Hoy, a 40 años del suicidio de Caicedo, deseo que hubiera podido conocer algo más que el Valium, algo más que desafortunadas salidas y entradas a hospitales psiquiátricos de Cali, algo más, para haber podido seguir disfrutando de su genialidad y ser testigo de la evolución de su obra.

Cuando lo conocí, tardíamente, quedé anonada porque Andrés escribía como hablaba o, al menos, tan fluidamente como le hubiera gustado hablar. Leerlo se siente como tomarse una cerveza en el centro hablando de arte. La literatura de Andrés en una literatura charlada, una literatura de amigos, literatura para jovencitos.

Caicedo es admirado por miles pero también odiado por otros miles más. Andrés se mató hace 40 años y nosotros nos quedamos acá peleando que por que está sobrevalorado, que porque sus libros no son de releer, que entonces la culpa no es de él sino de sus amigos y sus fans porque lo mitificaron, que ya los milenials se mamaron de él, que el man era drogadicto, no, que también era gay, mentiras, que era pedófilo, que si le faltó, que si le sobró, que si por qué no se aguantó. Dejémonos de maricadas. La literatura no necesita que nadie la defienda porque esta ahí, escrita e imperecedera. El arte es subjetivo y nadie puede dimensional que tanto  calan las frases de Andrés en un alma vacía y hambrienta

Ser caicediano es una cuestión de fases. La primera es superficial, es una fase de exploración gonzo donde toca vivir en carne propia lo que vivieron sus personajes, es lanzarse de cabeza al vacío a obtener inspiración, es freírse el cerebro a punta de salsa, drogas y rock. 

La segunda fase es más cercana al autor. Uno tiende a la introspección, no solo de su obra, sino de su vida. Si hay una enfermedad contagiosa es la depresión, te hace escoger malos modelos a seguir, te hace admirarlos y de repente terminas tan putamente triste como ellos. 

En la tercera fase maduras y te das cuenta que el autor era una persona tal y como tú. Seguramente, si te sometiste a vivir las dos fases anteriores fue por una falta de experiencia adolescente normal, o porque también tienes problemas psiquiátricos, mentales o un historial de adicciones, pero te olvidas de esa etapa porque el mundo te hace entender a las malas el significado de la adultez y el peso de las responsabilidades te hace poner los pies en la tierra. En este punto, y tras tantas experiencias vividas, ser caicediano se convierte en una religión, cuyo único propósito es dar a conocer la vida y obra de Andrés.

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