Hay pequeños detalles que nunca olvidas. Como el ramo de flores blancas encima del ataúd de mi papá. Era hermoso, gigante, como si fuera demasiado para él. Aquel ramo fue un regalo de alguien de la familia que sí trabajó duro para poder pagarse su propio funeral y no dejar endeudado a su esposo y sus hijos. Ese ramo de flores representó la vida del difunto. Era el punto final perfecto para una vida de mendicidad moderada.
Tampoco me olvido de la forma en la que mi mamá me toca el cabello, es suavecita, amorosa y firme a la vez, y siento como si todos mis músculos se relajaran al contacto con sus manos. O como el dedo meñique de la mano izquierda de mi abuelito, con la uña siempre larga, de cuya longitud nunca supo darme una explicación. Otra cosita pequeña son las hendiduras en la parte alta de la nariz de mi ex, eran unos pedacitos de piel de un color más oscuro que daban cuenta de una vida usando lentes pasados de moda.
Me acuerdo perfecto de la pequeña abertura entre los dientes incisivos superiores de mi mejor amiga, es un huequito que se negó a morir después de años de corrección. Así como esos señores de 50 años que fueron rockeros en mejores tiempos, siempre habrá algo de rebeldía en ellos.
De mí también me gustan los pequeños detalles, como ese vestido azul con flores moradas y aguamarinas que me ponían a los 8 años, acompañado de una sombrereta, como le dice mi mamá. Ese maldito vestido era un suplicio porque me picaba en todo el cuerpo pero, cuando me veía al espejo, me sentía linda, entonces todo el sufrimiento valía la pena. O mi forma de sacar el pie derecho hacia afuera mientras camino, como si fuera a patear un balón con el costado interno, pero con elegancia.
Siempre van a ser los pequeños detalles los que recuerde con más precisión. Algo que está ahí, gritando una historia, pero en lo que pocos de los espectadores se fijan.
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