Quizá este sentimiento de
mierda era lo único que extrañaba. Estar llegando a la parada del bus para el
encuentro furtivo, con el delirio de persecución, el nerviosismo de las
primeras veces, la elección de quedarme callada para conocer más al
interlocutor y luego hartarme de él.
¿Será? ¿Será que esta
sensación de complicación es la sustancia que me mueve la vida?
No sé si caer en la galantería
y creerme ese cuentico de que puede haber algo más, o de una vez por todas
tocar fondo y convertirme en el ser despreciable que siempre he sabido que soy.
Hacer algo para volver a odiarme y con ese hastío de mi persona, entonces caer
en cuenta de que ya no me importa nada, y estar tranquila, por fin.
Podríamos sentarnos a
autodestruirnos, a mentirnos ¡Qué precioso sería! Pero la vida me da el tiempo
que le roba a los demás, y mientras todos corren yo ni siquiera camino, me
siento a tratar de detenerlos y es imposible, nadie se sienta a hacerme
compañía, a llenar el vacío de la perdición que anhelo.
Perdí el derecho a hablar, a
reclamar, a enojarme. Mi obligación es ser inmutable, etérea, volátil. Estar
siempre en la misma banca para que, de tanto en tanto, alguien se siente a mi
lado, me haga sentir bien y, cuando se vaya, no enojarme porque se fue. Porque
así es la vida Wanda, que ya se fue.
Dicen que cuando has perdido
lo más importante ya no te importa seguir perdiendo lo demás, pero es mentira.
Soltaste lo más valioso y ahora te aferras a las pequeñeces porque ¿A que más
te vas a aferrar? Qué difícil es vivir sin la sensación de poder, de que posees
algo, de que al menos causas un efecto y no eres una sombra ambulante por la
vida de los que te cruzas.
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